Junto al angosto y sinuoso Huerva, entre la Sierra de Oriche y la Sierra de Pelarda, en un estrecho valle jalonado de chopos, encontramos el bonito y pequeño pueblo de Lagueruela. Yo nací aquí, un día de febrero con ventisca y con nieve. Según me contó mi madre, años después, hacía tanto frío que hasta el agua se helaba dentro de la casa. Seguro que esa es la causa, ¡no aguanto el frío!
El pueblo remozado, las casas arregladas, limpias, bien pintadas hacen gala del cambio de los tiempos, de la prosperidad alcanzada de los que en ellas viven. La estructura sigue siendo la misma: las casas apiñadas en torno de la iglesia, la calle Mayor, la calle Baja, la de la Iglesia.., los corrales, las eras, las cuestas del Barrio Alto. Los que me precedieron, bisabuelos, abuelas, incluidos mis padres, todos ellos recorrieron estas calles y estas tierras. Soñaron abundancias de trigo y de cosecha, y parieron los hijos en las salas y alcobas.
Fueron tiempos difíciles los tiempos de posguerra, mucha gente del pueblo buscó otras tierras, entre ellos mis padres, que se fueron cargados de esperanza de una vida mejor en la ciudad, confiando ciegamente en sus brazos hechos para el trabajo. Las niñas jugaban al corro y a la tú-la-llevas, las mujeres amasaban el pan en las artesas, lavaban las ropas en el río en losas de piedra, se regaban las huertas. Se acarreaba todo: el trigo, el agua, la cosecha. Los hombres con la yunta abrían surcos en la tierra para echar las semillas. Los arados, los trillos y las dallas eran sus herramientas. En las interminables tardes de verano la esperada merienda y una pequeña tregua de descanso en el trillo. Los vecinos del pueblo, se ayudaban entre ellos en lo que hacía falta. Cada uno conocía aquello que al otro le faltaba y entre todos las cosas se arreglaban. Las buenas amistades se forjaron entonces en este toma y daca. Los apegos duraron muchas veces toda su existencia.
Fueron tiempos difíciles los tiempos de posguerra, mucha gente del pueblo buscó otras tierras, entre ellos mis padres, que se fueron cargados de esperanza de una vida mejor en la ciudad, confiando ciegamente en sus brazos hechos para el trabajo. Las niñas jugaban al corro y a la tú-la-llevas, las mujeres amasaban el pan en las artesas, lavaban las ropas en el río en losas de piedra, se regaban las huertas. Se acarreaba todo: el trigo, el agua, la cosecha. Los hombres con la yunta abrían surcos en la tierra para echar las semillas. Los arados, los trillos y las dallas eran sus herramientas. En las interminables tardes de verano la esperada merienda y una pequeña tregua de descanso en el trillo. Los vecinos del pueblo, se ayudaban entre ellos en lo que hacía falta. Cada uno conocía aquello que al otro le faltaba y entre todos las cosas se arreglaban. Las buenas amistades se forjaron entonces en este toma y daca. Los apegos duraron muchas veces toda su existencia.
Cuando vuelvo me gusta recorrerlo despacio. Pasear por sus calles cuando cae la noche, cuando el recuerdo es más dulce y tranquilo. Me gusta detenerme junto a casas, aquellas donde ya no vive nadie y me pongo a contarle a mi marido, quienes vivían, cuantos hijos tenían y alguna que otra anécdota que me viene a al recuerdo de aquel tiempo pasado.
¡Cómo pasan los años! Pienso que, cuando yo era niña, ellos, los que se fueron tendrían la misma edad que tengo yo ahora. ¿Dónde están, dónde marcharon? ¿al recuerdo, al olvido...? Mientras haya alguien que las tenga en su mente, seguirán siempre vivas.
Han cambiado los dueños, ahora son otros los que ocupan las casas. Me viene a la memoria nuestra vecina, Ignacia. Más joven que mi abuela y con mejor oído, se encargaba de forma generosa de avisar a mi abuela de los toques a misa. Francisca, le decía- ya va el primero. Y mi abuela asomada a su pequeña puerta, corría a quitarse un par de delantales, a ponerse la saya y las mejores alpargatas que tenía. Mientras se repeinaba y componía esperaba a que Ignacia, le avisara del segundo toque. Mi abuela con los años fue perdiendo el oído. A cambio de esto, la mujer conservaba bien la vista. Lo contrario de Ignacia, que oyendo bien le fallaba la vista. No importaba que la casa estuviese a rebosar de niños, para mi abuela no había mejor oído que el de Ignacia. Ella le daba el parte de los bandos, quién venía a vender..., el panadero, la fruta... Me consta que mi abuela hacía lo propio con ella: la ayudaba, le decía quién había pasado por la calle; qué fruta llevaba en su carro, Sebastián, el de Ferreruela. Una buena alianza las unía: una pone el oído, la otra la vista. Juntas se iban del brazo camino de la iglesia o de la ermita. ¡Qué buenas amigas!