Nació en Londres en 1862, en plena época victoriana. Su padre doctor en medicina, trabajaba para el conde de Penbroke, y pasaba la mayor parte del año de viaje en países lejanos, ocupado en recoger datos, junto con el conde, sobre las culturas indígenas de los países que visitaban con vistas a la publicación de un futuro libro, Mary tenía que cuidar de su hermano menor y de su madre, por lo que nunca fue a la escuela. La pasión que despertaron en ella las peripecias de los viajes que le relataba su padre, unida a su espíritu curioso y aventurero, la llevaron a aprender a leer para poder devorar los libros de la biblioteca familiar, entre los que abundaban los de viajes, los de religiones primitivas y sobre historia natural, además de innumerables mapas de regiones recónditas. Aprendió a leer, escribir y a hablar latín, química y zoología para ayudar a su padre a ordenar la ingente cantidad de datos que traía de sus viajes. Así vivió Mary hasta los treinta años: recluida en el hogar paterno, como tantas mujeres de su época, pero viajando con la imaginación... Mujer viajera
En 1891, su vida dio un vuelco inesperado, el doctor Kingsley regreso a casa aquejado de unas fiebres reumáticas. Al poco tiempo fallecía, y cinco semanas más tarde Mary perdía también a su madre. La única responsabilidad familiar que le quedaba era cuidar de su hermano. Pero éste, ya era mayor de edad y viajaba por Oriente. Así de la noche a la mañana, la reclusa Mary Kingsley se encontró abierta de par en par la puerta de su celda. Su afán investigador y su espíritu aventurero la llevan a viajar a África para completar estudios sobre fetiches y rituales que su padre había dejado inconclusos al morir. En aquella época las mujeres no viajaban, y mucho menos a las regiones inhóspitas y remotas del planeta, por lo que su decisión dejo pasmados a familiares y amigos, lo que no impidió que el doctor Gunther, director de las colecciones de animales exóticos en el Museo Británico, movido por su insondable espíritu científico, le encargara que le trajera escarabajos y peces de ríos africanos.
Durante unos meses viaja por las Islas Canarias, a fin de aclimatarse para el gran salto a África, y finalmente se embarca en Liverpool, en el carguero Lagos, rumbo a las costas africanas. Durante unas semanas el carguero entrega y recoge mercancías de un puerto a otro de la costa africana, hasta que en el mes de agosto de 1893 Mary Kingsley de decide a desembarcar en el puerto de Sao Paulo de Luanda, en la actual Angola. Su aspecto de señorita victoriana, siempre con un traje negro hasta los tobillos, enaguas y hasta un tocado floral y sombrilla, era una imagen inédita para los nativos africanos, que no sabían como tratarla. Pronto su valor y su sangre fría le granjearon el respeto de portadores y comerciantes. En este primer viaje, tras convivir una temporada con los nativos en Sao Paulo, recorre la región de Cabinda, un enclave Angoleño entre Zaire y Congo, recopilando información sobre practicas religiosas de la zona, así como especímenes de peces, escarabajos y reptiles para el Museo Británico. A pesar de todos los peligros, Mary regresa sana y salva al Reino Unido a comienzos de 1894. El doctor Gunther, entusiasmado por la colección que le trae la viajera, la anima volver a África para obtener ejemplares de peces de los ríos Niger y Congo. Y Mery profundamente enamorada de las gentes y de la tierra africana no necesita que le insistan; se embarca de nuevo en diciembre de ese mismo año en el carguero Batanga rumbo a Freetowm, en Sierra Leona, y al antiguo Calabar, al sudeste de Nigeria. En este segundo viaje, decide remontar el río Ogowé en canoa hasta Lambarené, enclave misionero (hoy ciudad) construido en una isla del Ogowé, en el centro del actual Gabón.
Oigamos sus palabras después de dejar el carguero Batanga a la salida de Calabar: "Digamos que, bisoña aún, me desenvolvía, torpemente, como una damisela cualquiera, como me llamó entre risas, una mujer hermosa, alta, negra, a la que llamaban Mrs. S., que observaba burlona mi torpeza. Era simpática, reía luminosamente y viajaba desde Opobo, donde residía, para vender en Lagos los pollos que criaba. También vendía en Opobo cosas que compraba o que cambiaba en Lagos. Pero bueno, eso no tenía la menor importancia; lo más interesante era para mí en aquel momento, era la destreza con la que se movía por el lodazal sin dar un traspié, sin que las piernas, presos sus tobillos de una culebra o de una zona honda de barro, se le resistieran. Y llevando sobre la cabeza un cuenco cargado... Mrs. S., no había ni que decirlo, no se podía permitir el lujo de andar con su cuenco vacío, ni al llegar a Lagos ni al partir de él. Pero el peso no parecía afectarla en absoluto. Conocía a todo el mundo, hablaba con todos los marineros, remeros, o simples arrastradores de botes, pero nadie sabía qué llevaba en su cuenco, salvo que jamás volvía a Opobo de vacío".
En las zonas bañadas por los ríos, un entramado de canales y manglares comunican ríos y afluentes facilitando de esta forma a los nativos la circulación a través de territorios extensos; los manglares, según una gráfica descripción, son "como grandes brazos que se extendieran para ayudar a las gentes de la región aunque también puedan apresarlas" la vida bulle en ellos, con la algarabía de los nativos que van canal arriba, o canal abajo, o por este afluente, o por aquel río, llevando a sus espaldas los productos de sus cosechas, para venderlas en los diferentes puntos de las rutas o para hacer el trueque más conveniente. Fuertes y poderosas raíces las del manglar; tan fuertes y tan poderosas como las gentes de estas tierras. Los ríos y los afluentes, caudalosos en algunos tramos, simples regatos en otros, anchos como mares aquí o estrechos pomo pasillos allá, profundos a veces y transitables otras, brillan siempre, con esa luminosidad del metal bruñido que les da la luz incomparable del África Occidental. Esa luminosidad hace que en las orillas parezca que somos testigos privilegiados de una visión sobrenatural; si, la soledad, el silencio, el rumor del agua, ofrecen al viajero la sensación de que de un momento a otro va a contemplar una aparición divina..., o espectral.
"La experiencia de remar en una pequeña canoa por uno de esos canales abiertos en el manglar de las orillas de los ríos caudalosos resulta, para quien guste del contacto más directo con la naturaleza, algo realmente inolvidable. Se lo recomiendo. Cabe observar no obstante algunas precauciones más allá del entusiasmo, pues no es una falacia que en las orillas, incluso bajo el manglar, habitan terribles cocodrilos; sí vas en canoa, los ves durmiendo en las orillas o nadando rápidos y silenciosos unos metros más allá de tu canoa; los ves bostezar al sol o asomar los ojos sobre la superficie, cuando un segundo antes nada hacía presagiar semejante aparición, que eso si se puede tener por toda una aparición... La impresión, ahora es distinta. Cuando los ves desde la cubierta de un barco de vapor parecen inofensivas criaturas dedicadas nada más que a dormitar plácidamente bajo el sol de África; más, desde una frágil canoa, que podrían volcar si así se les antojara, el asunto resulta un tanto sobrecogedor, sobre todo porque lo que va nadando unos metros más allá de donde tú remas no es un cocodrilo que duerme al sol sino una auténtica fiera de mandíbulas poderosas.. Y no te entran ganas de sacar tu libreta de apuntes y escribir algo al respecto, sino de escapar remando con todas tus fuerzas. Todo sigue siendo encantador; el paisaje, exquisito, increíble... Pero te vence el miedo, te puede el instinto de conservación sobre las más elevadas consideraciones artísticas".