Manuel
Oliveira dijo que todos los problemas de nuestro tiempo proceden de
que el hombre ha olvidado que es solo una criatura, no el creador de
las cosas. Y ya se sabe lo que pasa con el que se siente creador de
algo, que no solo se siente autorizado a servirse de ello como se le
antoja sino también a decirles a los demás lo que deben hacer... El
progreso técnico, los grandes beneficios que acumulan las sociedades
más privilegiadas y el sentimiento de omnipotencia que generan han hecho
olvidar a los seres humanos su condición de criaturas. Hoy todos se
sienten creadores, y este es el problema.
La
religión, al postular la existencia de un Creador, libraba a hombres
y mujeres de la tentación de sentirse dueños de las cosas. Mas no
hace falta un dios para darse cuenta de que el mundo ya existía
antes de nacer nosotros, y que lo seguirá haciendo cuando ya no
estemos en él. No hace falta pensar en un dios que todo lo puede
para ver el mundo como algo de lo que no podemos servirnos como si
fuera una propiedad más de las muchas que tenemos. Somos hijos de la
naturaleza y alejarnos de ella es una de las tragedias del hombre
actual, y la razón por la que la gente vacila, y no sabe qué hacer.
Creemos que la ciencia lo resolverá todo, pero eso no es cierto. La
ciencia nos ayuda a entender las leyes que rigen el mundo, y nos
ofrece medios para transformarlo, pero no nos dice como vivir en él.
Hemos dado la espalda al mundo natural. No me refiero solo a que contaminemos ríos y mares, nuestras fábricas envenenen el aire, o transformemos las costas en una urbanización sin fin, sino que hemos dejado de escuchar lo que nos dice la naturaleza. El hombre actual se ha separado de los ríos, las montañas, las estaciones y los animales, y ha transformado la naturaleza en poco más que un telón de fondo que decora sus excursiones dominicales. El dictamen de Ludwig Wittgenstein acerca de que todo lo que sabemos es por gracia de la naturaleza dudo que pueda resultar comprensible al hombre de hoy. Es un hecho único, al que apenas hemos prestado atención, ya que, en todas las culturas y en todos los tiempos, el hombre no solo ha respetado a la naturaleza sino que ha pensado que estaba unido a ella, y que tenía que aprender a escucharla y, por supuesto, a cuidarla. Que los árboles, fuentes y ríos guardaban secretos y misterios que les estaban destinados. El mundo entero es una creación y nuestro tiempo sigue siendo el del Génesis. Esa creación no está concluida, y depende de nuestras palabras y sueños que sus promesas se cumplan. Todo el cine de Jim Jarmusch habla de la búsqueda de ese hogar perdido. En Extraños en el paraíso, su segunda película, dos amigos conocen a una joven y deciden viajar con ella hasta Florida, en busca de unas buenas vacaciones. Pero ese lugar con el que sueñan no aparece por ningún lado y terminarán separándose. Memphis, la ciudad de Elvis Presley, es el hogar soñado al que quiere llegar la pareja de japoneses que aparece en Mystery Train. Pero la ciudad está lejos de ser lo que esperan y el hotel en que se alojan es un lugar destartalado y lleno de mugre, donde una mujer vivirá una historia disparatada. En todos los personajes de Jarmusch hay un resto de inocencia inexplicable, su problema es que no saben adónde ir.
Pero
esto cambia en Paterson,
su última y más extraordinaria película. Nadie que la haya visto
olvidará los despertares de la pareja protagonista, ni olvidará a
los gemelos que caminan por las calles de la ciudad, a la niña
lectora de Emily Dickinson, al negro filósofo que regenta el bar en
que un grupo de parroquianos se toma su última cerveza, o al japonés
que en la última escena le entrega a Paterson un cuaderno para que
anote sus poemas. El milagro de Jarmusch es hacer que su cine, hecho
casi siempre de escenas cotidianas, arraigue misteriosamente en
nuestra imaginación. En Dead
Man,
Exaybachay, un indio vagabundo cuyo nombre significa “el que habla
alto sin decir nada”, le recuerda a William Blake (Johnny Depp) un
poema del poeta visionario inglés que lleva su nombre. Cada mañana,
cada noche,/ algunos nacen para el dulce encanto/ y otros para la
noche sin fin. Todos los que conservan la condición de criaturas han
nacido para el dulce encanto, aunque tengan que malvivir en esa noche
sin fin que tantas veces es su deambular por esta tierra.
En
Ghost
Dog
(El
camino del samurái)
hay un momento en que uno de los personajes contempla desde la azotea
a un hombre que está construyendo un barco en la terraza de un
edifico próximo. Se trata de un barco enorme que, como es lógico,
nunca podrá bajar de ahí. Pero eso no supone ningún problema para
él, que un día tras otro continúa impertérrito su obra. Ese barco
varado en la terraza de un rascacielos es una metáfora de lo
encantadora y absurda que es la poesía. ¡Qué importa que no sirva
para nada! La poesía, como dijo Nietzsche, es empeñarse en seguir
soñando aun sabiendo que se trata de un sueño.
El País, 13 de Mayo del 2.017.
Gustavo Martín Garzo es escritor