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miércoles, 19 de julio de 2017

MARGUERITE YOURCENAR: LA FORJA DE UN SER HUMANO.


           El 16 de enero de 1988 tuvo lugar la ceremonia, el depósito de las cenizas de la gran escritora Marguerite Yourcenar, en el discreto y pequeño cementerio de Somesville. El profesor y traductor Walter Kaiser, gran amigo de Marguerite, fue el maestro introductor: devolvemos a la tierra helada los últimos restos del gran espíritu que hoy honramos. 

 

 

      En aquella mañana envuelta en el intenso frío de Maine, el aire resonaba con una paz tan cristalina que casi se hubiera creído, por un instante, oír la musica de las esferas celestiales. Confiamos entonces lo que quedaba de Marguerite Yourcenar a aquel rincón de tierra al que tan tiernamente había amado.

      Sólo eran sus restos mortales. Ya hacía mucho tiempo que había alcanzado la inmortalidad, no solo la que confiere la Academia Francesa, sino la inmortalidad suprema que ella se había ganado con su obra, a la que ninguna muerte podía alcanzar. Pues mientras existan hombres y mujeres que, en lo efímero de este mundo se pregunten por el sentido de su humanidad Marguerite será siempre una de las autoras hacia la cual se volverán para buscar una respuesta. Es la pregunta que ella se hizo durante toda su vida, la cuestión que todos los libros tratan de dilucidar. Y es por la sabiduría de su respuesta por lo que sus libros serán leídos eternamente.

      Ella había reflexionado mucho sobre la muerte. En verdad creo que ningún otro autor, en toda la literatura mundial, ha descrito tan continuamente, en lo más hondo, el acto de morir. Pero a pesar de que, lo mismo que Montaigne, sintiera afecto y respeto por aquellos que se preparan para su muerte, y de que dijese que le parecía “la forma suprema de la vida”, al igual que Montaigne también sabía que el gran problema es vivir, no morir. 
 
      Para Marguerite, la vida era una experiencia intensa, rica en dones y en perpetuos deslumbramientos. Y sin embargo, su visión de la existencia era sombría y grave. Por los griegos, a quienes tanto quería, y más aún por su propia percepción y experiencia, sabía que el destino de los hombres es inexorablemente trágico y que, como dijo Job: “el hombre nacido de mujer tiene la vida corta y llena de tormentos”. Sabía también como Píndalo, que el hombre no es más que la sombra furtiva de un sueño, que los imperios son efímeros, los amores furtivos y la misma tierra perecedera. Adivinamos que pensaba igual que Keas, que este mundo “es un valle donde el alma se forja”, donde nuestra inteligencia no se convierte en alma sin pasar por la ardiente alquimia de los dolores y los males. Es pesimista en cuanto al porvenir de la humanidad empeñada en destruir su entorno, incapaz de escuchar las lecciones del pasado, y su mirada se entristecía ante el espectáculo de lo que ella llamaba “el documento humano, el drama del hombre en lucha con las fuerzas familiares y sociales que lo habían hecho y que brizna a brizna lo destruían.

      Y sin embargo, al mismo tiempo, su infinita compasión por toda la creación, hombre o animal, vegetal o mineral, y su iluminada certidumbre del carácter sagrado de la vida, por muy breve que ésta sea, la salva de caer en la árida desesperación del nihilismo. Su aptitud para captar y saborear el instante en sus más mínimos detalles, y esa mirada a vuelo de pájaro mediante la cual unía orgánicamente la sucesión de instantes para transformarlos en flujo de tiempo y de historia, le proporcionaban, si no la esperanza, sí al menos una profunda y suficiente adhesión al mundo. En su última gran obra, una especie de testamento al termino de su larga vida de escritora, su héroe Nathanael, antes de morir medita acerca de lo que forja su identidad como ser humano. Y poco a poco, su meditación se transmuta en una suntuosa celebración de tolerancia hacia toda la vida, en celebración de la esencia fraternal que une a todas las criaturas. Sus palabras, sin duda alguna, reflejan el último credo de Marguerite Yourcenar.

      Y en este día en el que le decimos adiós, yo quisiera pronunciar para ella esa antigua fórmula propiciatoria que Adriano, sin duda alguna conocía: Ojala la tierra, esa tierra que amaste con tanta ternura, pese sobre ti de manera infinitamente leve...