La vieja mansión se halla al sol, por encima de la línea de árboles. Cuentan que uno de los dueños de la fabrica la construyó para su prometida y, poco después de tomar posesión de la casa, la mató con su escopeta. En las columnas griegas faltan grandes pedazos y ella ve asomar tela metálica entre el yeso. Del pórtico cuelgan carámbanos y hay nieve apilada contra la casa. No tiene puerta delantera. Entra. La luz del sol y la nieve llenan el vestíbulo y la magnífica escalera. Ve el cielo a través del techo desplomado y un cráter en el tejado. Avanza con cuidado y se acerca a la puerta de lo que debió ser el comedor. La abre. Huele a podrido. Se oye un susurro y un silbido y ve una constelación de pares de ojos en la oscuridad. Abre más la puerta. Varios gatos están arrinconados en un ángulo del salón. Le gruñen y contraen la cola.
Sale y camina hasta la parte trasera de la casa, un campo abierto, blanco bajo al sol. Hay una escalerilla de aluminio picado apoyada contra el alféizar de una ventana de la planta superior. Sube por la escalerilla. La ventana está reventada. Atraviesa el marco y se queda inmóvil en un dormitorio bien iluminado y espacioso. Un hemisferio de hielo cuelga del techo. Parece la base de la luna. Se detiene ante la ventana y ve en el borde del campo a un hombre con una chaqueta naranja y una gorra roja. Se pregunta si él la ve desde esa distancia. El hombre se apoya la escopeta en el hombro y un momento después ella oye un extraño chasquido, como si alguien hubiera asestado un golpe con la palma de la mano en la parte exterior de la casa. No se mueve. El cazador baja la escopeta y retrocede por el camino hacia la linde del bosque.