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lunes, 4 de julio de 2016

LAS METAMORFOSIS DE UN INDIO DE CALCUTA.


     
   Había vivido muchas vidas. Al llegar a la cuarentena ya había sido el perrito faldero de una mensahib, un ave de rapiña, un escorpión del desierto y una mosca. Pero aún no había sido un hombre.


   Hasta donde podía recordar aún no había podido liberarse de este ciclo de renacimientos. Todo había comenzado siendo niño, pues cuando su padre murió su madre se vio obligada a autoinmolarse en la pira funeraria de su difunto marido. Y así fue como a tan temprana edad aprendió que existen muchas formas de estar muerto, entre las que se encuentran, la apariencia de estar vivo. Las cenizas maternas fueron lanzadas al río Ganges cuando todavía era imposible que comprendiera la diferencia entre el cielo y el paraíso. Quedó entonces al cuidado de sus tíos maternos, que tenían muy poca paciencia con este hijo único de una hermana cuyo difunto marido pertenecía a una casta inferior. Los tíos eran zapateros y de carácter un tanto avaricioso. Muy pronto se hartaron del niño llorón que ahuyentaba a los clientes con sus gritos. Con toda franqueza le dijeron que hasta que no se ganase la vida y no fuera un hombre de bien, no le ayudarían a encontrar una esposa, y que si no se casaba no podría ser aceptado en la familia. Tras lo cual invitaron al huérfano a ganarse la vida por su cuenta.

   A la vista del razonamiento de sus tíos y de su guía moral, el muchacho vio la necesidad de cambiar de nombre, se convirtió en trapero y aprendió a engañar para sobrevivir. Y muy pronto comprendió que las vías que el Gita le exhortaba a seguir: sabiduría y amor, conocimiento y devoción, conducían a la perdición. La perdición le importaba un comino, lo que de veras le interesaba era saber cómo se agenciaría la próxima comida. Ésa era la única certeza en su tan incierta existencia.

   Su primer trabajo serio, y la forma de vida que llevaba aparejada, lo consiguió gracias a su tíos que en un gesto caritativo, intercedió por él ante la East India Company en Calcuta. El muchacho entró como criado del despacho de un funcionario británico de aduanas. Tenía como tarea distinguidas limpiar el piso, abanicar con el punkah durante las calurosas tardes, y pasar con amor un trapo húmedo por de borde del escritorio del sahib. Limpiaba los bordes del escritorio, los bordes de la silla, y los bordes de las ventanas polvorientas, y cuando el sahib no miraba, se limpiaba la nariz con el trapo.


El río Ganges a su paso por Calcuta

   Pero el sahib si miraba. Miraba frecuentemente al adolescente de ojos saltones, labios carnosos y melena ondulada. Una tarde, durante la temporada de monzones, el caballero responsable del respetado departamento de impuestos de la East India Company, que ocupaba prestigiosos inmuebles en el mejor barrio de Calcuta, se entretuvo en su oficina y aprovechó la ocasión y la luz declinante para hacer la prueba de pasar una mano por las temblorosas nalgas del muchacho.


    Al poco tiempo fue ascendido y cambió la oficina de impuestos de Calcuta por el puesto más distinguido de agregado en la embajada británica de Constantinopla. Y decidió llevarse consigo al joven criado indio.


    Los tíos dieron su consentimiento e incluso dieron una fiesta de despedida para este prometedor sobrino, dejando que la familia alimentara la esperanza de un matrimonio beneficioso a su regreso. Éste iba a ser el primero pero no el último de sus viajes. Tras atravesar el estrecho del Bósforo supo que el regreso a Calcuta no sería fácil.


    En esta nueva encarnación. Ashwin, como ahora le llamaban, fue encargado de limpiar los charcos y otras porquerías dejadas por el perrito faldero de la memsahib. Ya fuera porque el animal murió al cabo de poco tiempo, en circunstancias misteriosas, o porque ahora tenía que rivalizar, por las atenciones de su amo, con un muchacho turco de mejillas sonrosadas, el giro prometedor que había tomado el destino no duro mucho. Fue despedido con cajas destempladas cuando desapareció una pequeña cantidad de dinero de los cajones de la memsahib y al descubrirse en el armario de la ropa de la dama que las prendas íntimas estaban en un gran desorden. El turco de mejillas sonrosadas negó con vehemencia tener que ver algo con el robo, y aunque fue sorprendido con bellos encajes debajo de los pantalones, el asunto fue silenciado y el indio se encontró de patitas en la calle.


   Durante este primer invierno de su vida vagó por Constantinopla, perdido en la indigencia y aterido de frío. Llegó a convencerse de modo definitivo que prefería morir de calor que de frío.

El estrecho del Bósforo: al fondo Estambul
   Constantinopla era una ciudad cruel que mudaba de cara cada noche para no permitir nunca a sus habitantes la satisfacción de pensar que vivían en ella. Calles y callejones cambiaban de nombre, los edificios morían y renacían en otro sitio, y nada en Constantinopla era lo que había sido el día anterior.


   Hubiera podido morir de hambre un día de invierno que estaba desfallecido y con los labios morados, apoyado contra la pared manchada de orines de los baños públicos, de no haber sido por la mirada calculadora de un turco que pasaba, y la decisión que el joven tomó en el acto; cuando el turco le pregunto su nombre, de metamorfosearse en un suní de Karachi, ávido de empleo. Fue así como se convirtió en Abdullah, y entró al servicio del turco.


   El turco era, un suní devoto y un hombre rico. Como ya no era joven y tenía sus apetitos, Abdullah logró que su suerte mejorara rápidamente, pues se había convertido en un adepto del arte de complacer. Pero a un precio funesto. Si deseaba no pasar hambre, debía dejarse castrar, pues el turco no confiaba en ninguna de sus esposas. Si deseaba tener acceso a las dependencias privadas del turco, echarse en sus cojines, comer la exquisita comida del turco, fumar en su pipa de agua y no pasar frío durante el invierno, tendría que abandonar toda esperanza de regresar junto a su familia y que le propusieran una selección de novias con cascabeles.


   Esta cuarta encarnación fue pues, el periodo de la vida en el que el indio refino su filosofía de la duda. Ahí, en el harén del turco, se volvió indolente y taimado. Siempre le daban de comer de más y le mimaban, y ahí se hizo tatuar una rosa roja, comenzó a acariciar la idea de tener su propia fortuna y empezó a cecear a fin de disimular su creciente falta de escrúpulos. En el harén aprendió el arte de adular y de engañar, y empezó a planear la forma de escapar del turco al tiempo que continuaba aprovechándose de él. Actuaba con alevosía aparentando ser su amigo.

   Y un bello día de primavera la suerte le sonrió. Un negociante de frutos secos, que mantenía relaciones comerciales con el turco, llegó de Karachi con su hija. Al ver a la muchacha el turco le propuso al comerciante un trato al que éste no pudo resistirse, aunque en el último momento el comerciante impuso que la boda debía celebrarse en Karachi. El indio fue el encargado de agilizar las gestiones entre las partes contrayentes, ya que presumía tener buenos contactos con la comunidad suní.

   A fuerza de mentir y de manipular a quienes decía servir, acumulo una pequeña fortuna con la que montó una empresa dedicada al timo, al cambio de dinero y a la venta ilegal de alcohol a lo largo de la ruta que seguían los peregrinos. 

   Ésta fue su sexta encarnación, como escorpión del desierto que concluía negocios turbios con peregrinos desesperados a quien robaba sus bienes y su oro cuando estaban lejos de su casa e indefensos. En este estadio de su existencia, se cambiaba de nombre con la misma fluidez que el dinero pasaba por sus manos. Para los suníes era Muhsin, para los shiíes era Abdullah, para los hindúes, que eran pocos por estas regiones, regresaba a sus orígenes como Ashwin Munje y pretendía estar emparentado con ciertos brahmanes de Bombay y de Calcuta.


   Una noche que se sentía particularmente desmoralizado y descontento de si mismo, se detuvo en un albergue junto al camino y empezó a hablar sin ton ni son con un joven que había surgido de la nada en la noche de la luna nueva.

   Era tan solo un pobre pastor, un simple vagabundo o algo peor, pero el indio se encontró confiándole sus dudas. Le contó todas sus hipocresías, sus mentiras, sus subterfugios y sus infidelidades. Le confesó que en realidad era un indio de Calcuta que fingía ser un suní de Karachi; que había sido castrado por un turco y que ahora hacía su agosto traficando con los peregrinos.

   El muchacho le escuchaba en silencio.
   -¿Entonces no crees en el Profeta?-inquirió.
   -¿Qué profeta?-repuso riendo el indio-. Hay miles de profetas.

   -¿Pero finges ser creyente, aquí con los peregrinos finges ser un peregrino?
   -Si, finjo - respondió el indio con voz apagada -
    Finjo, finjo que estoy harto de fingir. ¡Quiera Dios que ya no siga fingiendo!

   Y luego empezó a llorar. Quizás eran lágrimas de lástima por sí mismo; quizá eran lágrimas de alivio, pues era la única vez en su vida que había dicho la verdad sin intentar obtener algo a cambio.

   Ese día el sol salió como lo hubiera hecho cualquier otro día. Pero el indio, que había nacido en el seno de una familia adepta al hinduismo, supo que era el día de su resurrección. Volvió, por primera vez en muchos años, sobre sus pasos y regreso a Calcuta.



Las metamorfosis del indio de Calcuta forma parte de la obra
de Bahiyyih Nakhjavani