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lunes, 19 de septiembre de 2016

MIJAÍL BULGÁKOV. EL MAESTRO Y MARGARITA. (FRAGMENTO)



"¡Adelante, lector! ¿Quién te ha dicho que no puede haber amor verdadero, 

fiel y eterno en el mundo? ¡Que le corten la lengua a ese mentiroso!

¡Sígueme, lector, a mí, y sólo a mí, y yo te mostraré ese amor!"


    Las manchas de luz que filtraban los tilos dibujaban figuras complicadas. En el dormitorio de Margarita todas las luces estaban encendidas, mostrando el gran desorden que reinaba en la habitación.
    Margarita estaba sentada ante el espejo, con un albornoz echado sobre su cuerpo desnudo y unos zapatos de ante negro. Delante de ella, junto a la cajita que le había dado Azazello, estaba el reloj con pulsera de oro. Margarita no apartaba de él la mirada.
    A veces le parecía que el reloj se había estropeado, que las agujas no se movían. Pero sí, se movían, muy despacio, como pegándose, y por fin la aguja larga marco los veintinueve minutos. A Margarita le palpitaba tan fuerte el corazón, que no pudo coger la cajita. Por fin consiguió dominarse, la abrió y dentro vio una crema amarillenta. Le pareció que olía a fango de pantano. Cogió un poco de crema con la punta de los dedos y se la puso en la mano. El olor a hierbas de pantano y a bosque se hizo penetrante. Empezó a frotarse con la crema la frente y las mejillas.
    La crema se esparcía con facilidad. Se fricciono varias veces, se miro al espejo y dejo caer la caja del reloj. La esfera se agrietó enseguida. Cerro los ojos, luego se miró otra vez y rió desaforadamente.
    Sus cejas depiladas como dos hilos, se habían espesado y le arqueaban suavemente los ojos, más verdes que nunca. Una fina arruga que le atravesaba verticalmente la frente, aparecida cuando perdió al maestro, desapareció sin dejar rastro. Desaparecieron también las sombras amarillas de las sienes y una red de arrugas, apenas visibles, junto a la comisura externa de los ojos. Un color rosa uniforme le cubría la piel de las mejillas, tenía la frente blanca y limpía y había desaparecido el rizado de peluquería.
    La Margarita de treinta años veía reflejada en el espejo a una mujer morena, de unos veinte años, con el pelo ondulado.
    Dejó de reír, se quito de un golpe el albornoz, cogió bastante crema y empezó a frotarse el cuerpo con enérgicos masajes. Se puso toda color rosa, como iluminada por dentro. Luego, como si le hubieran sacado una aguja del cerebro, se le calmó el dolor en una sien, que le había durado toda la tarde; se le fortalecieron los músculos  de las extremidades y el cuerpo se tornó ingrávido.
    ¡Qué crema! ¡Pero qué crema! -grito Margarita, cayendo en un sillón.
    El efecto de las fricciones no fue solo físico. Ahora bullía la alegría en cada célula de su cuerpo, la sentía en forma de pequeñas burbujas que le pinchaban. Se sentía libre, completamente. Vio con claridad que había sucedido justamente aquello que presintiera por la mañana, que dejaría el palacete y su antigua vida para siempre.
     Corrió desnuda, volando a veces, al despacho de su marido, encendió la luz y se precipito al escritorio. En una hoja de papel, que arrancó de un cuaderno, escribió de prisa, sin tachaduras, unas palabras a lápiz.

       Perdóname y olvídame lo antes que puedas. Me voy para siempre.
       Es inútil que me busques. Me han vencido el dolor y la desgracia
       y me he convertido en bruja. Me voy, ya es la hora. Margarita 

    Margarita  voló a su dormitorio, sentía alivio en su alma.
Natasha la seguía corriendo, con un montón de ropas. Y todos aquellos objetos, perchas de madera con vestidos, pañuelos de encaje, unos zapatos azules de raso, un cinturón, todo aquello cayo al suelo y Natasha se sacudió las manos libres.
      -¿Qué tal estoy? -preguntó Margarita con voz ronca.
      - ¿Pero que se ha hecho? -decía Natasha, retrocediendo hasta la puerta-, ¿Cómo lo ha conseguido, Margarita?
      -¡Ha sido la crema, la crema! -contesto Margarita señalando la reluciente cajita de oro y dando vueltas frente al espejo.
     Olvidando la ropa tirada en el suelo, Natasha corrió hacía el tocador y se quedó mirando los restos de crema con los ojos encendidos por la envidia. Sus labios se movían en silencio. Se volvió hacia Margarita y pronunció con beatitud:
   -¡Qué cutis! ¡Pero qué cutis! Margarita si parece que reluce! 
    Volvió en sí y corrió hacía los trajes tirados, los levantó para quitarles el polvo.
    -¡Déjalo! -gritaba Margarita-, ¡Al diablo! ¡Déjalo todo! O no, llévatelo de recuerdo. ¡Llévate todo lo que haya en esta habitación!
    Natasha, como si de repente se hubiera vuelto loca, se la quedó mirando, se colgó de su cuello y gritó dándole besos:
   -¡Si parece de raso! ¡Si reluce! ¡Y las cejas!
   En aquel momento entro por la ventana y siguió volando un vals virtuoso y atronador; se oyó el ruido de un coche que se acercaba a la puerta del jardín.
   -¡Ahora llamará Azazello! -exclamó Margarita, mientras escuchaba el vals, que rodaba por la calle-. ¡Me llamará! ¡Y el extranjero no es peligroso, ahora me doy cuenta de que no es peligroso! 
    El teléfono rompió a sonar en el dormitorio, Margarita salto del antepecho de la ventana y cogió el auricular.
    -Habla Azazello.
    -¡Querido, querido Azazello! -exclamó Margarita.
    -Ya es la hora. Salga volando. Cuando pase por la puerta del jardín grite: "¡Invisible!". Luego vuele sobre la ciudad, para acostumbrarse, y después hacia el sur, fuera de la ciudad, al río. ¡La están esperando!
   -Margarita colgó el auricular. En el cuarto de al lado se oyó el paso de alguien que cojeaba y como si algún objeto de madera golpease la puerta. Margarita la abrió y entro bailando en el dormitorio la escoba con las cerdas para arriba. El palo redoblaba en el suelo, daba patadas e intentaba salir por la ventana como fuera. Margarita dio un grito de alegría y se monto en la escoba. Solo entonces le pasó por la cabeza la idea de que con todo aquel lío había olvidado vestirse. Siempre galopando sobre la escoba se acercó a la cama y cogió lo primero que encontró a mano: una combinación azul. Moviéndola como un estandarte, echó a volar por la ventana. El vals sonó con más potencia.
     Margarita se deslizo desde la ventana hacia abajo. Adiós, gritaba Margarita, bailando la música del vals. Y dándose cuenta de que la combinación no le servía para nada, la arrojo a la cabeza del vecino, con cara sarcástica. El hombre cegado, cayo del banco sobre los ladrillos del camino.

   
    Margarita se volvió a mirar por última vez el palacete en el que había sufrido tanto tiempo y vio en la iluminada ventana la cara de Natasha, con los ojos desorbitados por el asombro.
    -¡Adiós, Natasha!, gritó Margarita, y levantó la escoba-, ¡Invisible! ¡Invisible! -gritó con fuerza, y dejo atrás la verja, pasando entre las ramas de los tilos. Estaba en la calle. El vals, completamente enloquecido, la seguía.

    ¡Invisible y libre! ¡Invisible y libre...! ¡No hay mayor felicidad!

                        
 FIN