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lunes, 2 de mayo de 2016

DE VIAJE POR LAS TIERRAS NORTEAMERICANAS


    Salimos de Nueva York hacía el Noroeste, nuestro objetivo era visitar algunas de las tribus indias que habitan las zonas más apartadas y salvajes de Norteamérica.

    Recorrimos lugares célebres en la historia de los indios, atravesamos valles, cruzamos ríos que aún llevan el nombre de sus tribus, pero en todas partes, la choza salvaje había dado paso a la casa del hombre civilizado; los bosques habían sido arrasados, la soledad cobraba vida.



    -Diez años atrás -nos decían- estaban aquí, hace cinco años; más allá, hace dos.

    Siguiendo nuestro camino, llegamos a una comarca cuyo aspecto era totalmente nuevo. El suelo ya no era liso, sino que lo interrumpían valles y colinas. En uno de esos parajes pintorescos, nos detuvimos para contemplar el espectáculo que dejábamos atrás; y cual no sería nuestra sorpresa, al ver a nuestra espalda a un indio que parecía seguir nuestros pasos. Era un hombre de unos treinta años, alto y bien proporcionado como todos los de su raza, que no han sido viciados por el alcohol. Tenia el rostro embadurnado de rojo y de negro. Estaba cubierto con una especie de blusa muy corta y un pantalón que le llega hasta el muslo y calza mocasines. De su costado cuelga un cuchillo. Con la mano derecha sostenía una escopeta y con la izquierda dos pájaros que acababa de matar. La primera impresión de la visión fue horrible. Nos quedamos en silencio durante medio minuto...  En sus ojos negros brillaba ese fuego salvaje que aún anima la mirada del mestizo, y que no se pierde sino a la segunda o tercera generación de sangre blanca. Soportó el rápido examen que hicimos de su persona con una impasibilidad absoluta y una mirada firme e inmóvil. Al ver que no mostrábamos ningún sentimiento hostil, comenzó a sonreír; probablemente se dio cuenta de que nos había asustado. Un indio serio y un indio sonriente son dos hombres absolutamente distintos. En la inmovilidad del primero domina una majestad salvaje que imprime un involuntario sentimiento de terror. Si ese hombre comienza a sonreír, todo su rostro adquiere una expresión de ingenuidad y benevolencia que le da un encanto real.

      Al verlo sonreír tratamos de comunicarnos con palabras. Nos dejo hablar cuanto quisimos y luego por señas nos indicó que no entendía. Comunicándonos por señas le pedimos los pájaros que llevaba, y él los entregó a cambio de unas monedas. Al cabo de un cuarto de hora de marcha rápida, al darme nuevamente vuelta, sentí con gran confusión que el indio nos seguía. Nos detuvimos, él se detuvo. Seguimos, él seguía. Nos lanzamos a toda carrera. Los caballos, criados en el desierto, saltaban sin dificultad los obstáculos. El indio aceleró el paso sin esfuerzo; lo veía a la derecha y a la izquierda de mi caballo, saltando por encima de los arbustos y volviendo a caer sobre la tierra sin ruido. Parecia uno de esos lobos del norte de Europa que siguen a los jinetes esperando a que caigan de sus caballos
para devorarlos con mayor facilidad. Como no podíamos entender los motivos que le animaban a seguirnos con paso tan ligero, imaginamos que podía estar llevándonos a una emboscada. En estas reflexiones estábamos ocupados cuando percibimos en el bosque la punta de otra escopeta. Muy pronto estuvimos junto al dueño; en un principio lo confundimos con un indio, vestía una especie de levita corta y ajustada, su cuello estaba desnudo, y calzaba mocasines. Cuando llegamos junto a él, levantó la cabeza y en el acto percibimos que era europeo. Se acerco, nos dio un apretón de manos y empezamos a hablar.

-¿Vive usted en el desierto?- le preguntamos-, 
-Si, Ésa es mi casa- respondió, señalando entre las hojas una choza mucho más miserable que cualquier log house
    -¿Solo?
    -Solo. ¿Y qué hace aquí?
    -Recorro los bosques y cazo aquí y allá las presas que encuentro en mi camino, pero hay pocos buenos tiros para hacer en en este momento.
    -¿Le gusta esta clase de vida?
    -Más que ninguna.
    -Pero ¿no teme a los indios?
    -¡Temer a los indios! Prefiero vivir entre ellos que en compañía de blancos. ¡No! ¡No! No temo a los indios. Valen más que nosotros, a menos que los hayan embrutecido con nuestros licores, ¡pobres criaturas!

    Señalamos entonces a nuestro conocido, el hombre que nos seguía con tanta obstinación y que ahora se había detenido a unos pasos y permanecía inmóvil como una estatua.

    -Es un Chippewai. Apuesto a que regresa de Canadá, donde recibió el obsequio anual de los ingleses. Su familia no debe de estar lejos de aquí.

    -Dicho esto, el norteamericano llamó al indio y comenzó a hablarle en su lengua con desenvoltura. Era agradable ver el placer que los dos hombres, tan distintos por su origen y costumbres, sentían al intercambiar ideas. La conversación giraba, evidentemente sobre el mérito de sus armas.

    -¿Los indios, pregunte, saben utilizar con destreza estas carabinas tan largas y pesadas? 
    -No hay mejor tirador que un indio, con un tono que revelaba la más viva admiración.



     -Examine, los pequeños pájaros que le ha vendido; los atravesó una sola bala, y estoy seguro de que no ha hecho más de dos disparos para tenerlos. ¡Oh! nadie es más feliz que un indio en aquellos lugares donde aún no hemos espantado a las presas de caza.


Alexis de Tocqueville
Quince días en el desierto americano.