La manera más segura de no ver algo es
empeñarse en no verlo. Ojos que no ven, corazón que no siente. De toda
la variedad de las capacidades humanas una de las más misteriosas es la
de negar la evidencia, la de cerrar los ojos a lo irrefutable, o incluso
mantenerlos abiertos sin aceptarlo. “Caminamos guiados por la fe y no
por nuestros ojos”, dice con orgullo san Pablo. Parece que no mirando
las cosas se logra que no existan, o que si se aprietan un rato los
párpados con fuerza suficiente lo que da miedo o incomoda habrá
desaparecido cuando vuelvan a abrirse.
A los aficionados a la divulgación científica
nos gusta enterarnos de cómo se descubrieron leyes de la naturaleza o
se comprendieron enigmas que habían permanecido insolubles durante
siglos; pero una historia igual de aleccionadora sería la de todos los
descubrimientos que hubieran podido hacerse y no se hicieron, todas las
cosas evidentes que estaban a la vista y no se llegaron a ver.
Aristóteles sostenía que las mujeres tienen menos dientes que los
hombres. Con solo pedirle a una que abriera la boca habría corregido su
error, si bien al precio incómodo de contradecir su teoría sobre la
inferioridad de las mujeres, tan evidente para él como la de los
esclavos.
El cirujano suizo Ignaz Semmelweis observó, hacia 1840, que si se lavaba las manos antes de atender un parto era menos probable que la nueva madre muriera de fiebres puerperales.
En su hospital los médicos hacían autopsias y después atendían a
partos, y entre una tarea y otra conservaban la misma ropa formal y
desde luego no se lavaban las manos. Lavarse las manos parecía cosa de
criados. Cuando Semmelweis insistió en la conveniencia de esa medida tan
poco fatigosa de higiene —a la que había llegado por pura observación
empírica, ya que faltaba mucho para que Pasteur identificara la
naturaleza microbiana de las infecciones—, sus compañeros ofendidos lo
sometieron al boicot y al escarnio, y continuaron asistiendo a mujeres
que daban a luz sin lavarse antes las manos. Dudar de la limpieza de un
médico, ¿no era tanto como dudar de sus conocimientos, de su mismo
honor? Semmelweis murió pobre y desacreditado unos años después.
Exxon Mobile paga millones a quienes niegan el cambio climático, pero acuerda con Putin el acceso a los yacimientos del Ártico
A no ver lo evidente ayudan mucho la soberbia, la cobardía, la pereza, el instinto gregario. También ayudan esas dos grandes formas de manipulación del siglo XX que se han vuelto más eficaces todavía en el XXI,
la propaganda y la publicidad, por separado o juntas. Hay personas
predispuestas a no ver la realidad, y hay otras que se dedican
profesionalmente a favorecer esa ceguera, o a hacer pasar por hechos de
la realidad las invenciones del delirio.
A no ver las cosas y a hacer lo posible por que no se vean ayuda también
mucho los beneficios colosales que se pueden obtener gracias a la
explotación de la mentira. Durante muchos años las compañías tabaqueras
americanas tuvieron la certeza, gracias a sus propias investigaciones
internas, de la toxicidad de los cigarrillos. Mucho antes que los
ministerios de Sanidad, los laboratorios de las tabaqueras descubrieron
el riesgo del cáncer y de las enfermedades coronarias y las propiedades
adictivas de la nicotina. Lo descubrieron y lo ocultaron.
Es James Hansen, el meteorólogo que estableció
antes que nadie la conexión entre el ascenso global de las temperaturas y
la acumulación de CO2 en la atmósfera
Acaba de estrenarse un documental de Robert Kennel que traza esta genealogía desvergonzada del embuste, Merchants of Doubt,
basada en el libro del mismo título de Naomi Oreskes y Erik Conway. En
él están los que ven antes que nadie y dan la alarma, y los que cierran
los ojos más fuerte a cada nueva prueba, y los comediantes y los
impostores que urden las mentiras palabreras de las “relaciones
públicas” y las “estrategias de comunicación”, y los grandes halcones
del dinero que dominan el mundo y no tienen límite en su codicia
destructiva.
La compañía petrolífera Exxon Mobile gasta cientos de
millones en pagar a charlatanes que niegan o ponen en duda el cambio
climático. Pero cuando al fundirse los hielos polares se hacen factibles
las prospecciones en el Ártico, el presidente de Exxon Mobile firma un acuerdo con Vladímir Putin para asegurarse el acceso a los futuros yacimientos.
Un senador republicano afirma que el problema no es que los osos
polares corran peligro al destruirse su hábitat: muy al contrario, el
problema es que hay demasiados osos polares. Mi héroe en la película es
James Hansen, el meteorólogo de la NASA que estableció antes que nadie
la conexión entre el ascenso global de las temperaturas y la acumulación
de CO2 en la atmósfera, y que a los setenta años todavía se deja
gallardamente detener y esposar por manifestarse frente a la Casa Blanca
pidiendo medidas efectivas contra el cambio climático.
Pero también es un héroe, de otra manera, ese antiguo congresista
republicano, de Carolina del Sur, Bob Inglis, que, al contrario de casi
todo el mundo, puso su decisión de observar la realidad por encima de
sus convicciones ideológicas. Inglis estudió informes, habló con
científicos, incluso viajó al Ártico en busca de datos de primera mano.
Con esa dura integridad americana que a veces nos desconcierta a los
mediterráneos, Bob Inglis declaró públicamente su nueva convicción,
sabiendo que arruinaba su carrera política. Ya no ha vuelto a salir
elegido. Se ha convertido en un traidor para sus antiguos votantes. Al
que no quiere ver, nada le irrita tanto como que le señalen su ceguera.
Merchans of Doubt. Dirigido por Robert Kenner. EE UU, 2014